Por los buenos tiempos es una novela que golpea como una botella rota bajo la lluvia. Ambientada en los años más oscuros del conflicto norirlandés, David Keenan no escribe una historia sobre "el problema", sino desde dentro de él, con una voz embriagada de violencia, camaradería, paranoia y una nostalgia podrida que tiñe cada página de contradicción.
El protagonista —y su pandilla— viven atrapados en un Belfast que parece más un estado mental que una ciudad real: pubs, humo, rock, explosiones, y una fidelidad a la causa que coquetea con el fanatismo. Pero Keenan no glorifica ni denuncia; simplemente presenta, con una prosa afilada como un cuchillo, el retrato de unos jóvenes cuya identidad se construye a base de ídolos paramilitares, lealtades distorsionadas y una realidad donde la muerte y la mística se entrelazan.
Lo más impactante del libro es su estilo. Hay ritmo, furia, delirio. A ratos, parece que uno lee los pensamientos de un personaje que mezcla los cómics, la liturgia católica y el discurso revolucionario en un solo vómito verbal. Y sin embargo, debajo de esa intensidad casi alucinada, hay dolor, hay pérdida, hay una pregunta constante: ¿cuándo exactamente se jodió todo?
Keenan logra que lo brutal conviva con lo hermoso, que lo absurdo tenga peso trágico. La violencia no se presenta como acción, sino como atmósfera. Y lo que podría ser solo una novela sobre bandas y política se convierte en un retrato sobre la pérdida de la inocencia, la identidad colectiva y la peligrosa necesidad de pertenecer a algo, incluso si ese algo está podrido desde dentro.
Por los buenos tiempos no es una lectura cómoda. Exige atención, tolerancia al caos, y cierto gusto por lo provocador. Pero para quienes se atreven, ofrece una experiencia literaria única: eléctrica, sucia, y extrañamente poética. Como si Irvine Welsh y James Joyce se hubieran sentado a escribir bajo la amenaza de una bomba. Y de ese estallido, queda esta novela: cruda, delirante y, de alguna manera, inolvidable.
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