Nuestra Señora de París, en la edición de Cátedra, es mucho más que la historia del jorobado Quasimodo y la gitana Esmeralda. Es un monumento literario tan imponente como la catedral que le da título. Victor Hugo construye aquí una obra total: novela histórica, ensayo arquitectónico, drama romántico y alegato social, todo fundido en un relato torrencial que rebasa el marco del folletín para hablar de lo eterno.
La edición de Cátedra, con su aparato crítico y anotaciones detalladas, permite sumergirse en la complejidad de esta obra sin perderse. Porque Hugo no escribe con moderación: es excesivo, apasionado, barroco. Cada descripción, cada reflexión, cada escena está cargada de intensidad emocional y simbólica. Y sin embargo, todo encaja. París no es solo un escenario, sino un personaje vivo, mutable, en lucha constante entre piedra y carne, entre historia y olvido.
En el centro de esta novela hay figuras inolvidables. Quasimodo, deformado por fuera, noble por dentro. Esmeralda, símbolo de libertad e inocencia atrapada en una red de deseo y prejuicio. Frollo, el sacerdote consumido por su conflicto entre fe y obsesión. Pero más allá de ellos, está la pregunta que recorre cada página: ¿quién es el verdadero monstruo?
Hugo escribe desde un compromiso feroz con lo humano y con lo bello. Lamenta la decadencia de la arquitectura gótica como quien ve desaparecer una lengua, una memoria colectiva. Y en paralelo, denuncia la hipocresía, la intolerancia y el abuso de poder que condenan a los más vulnerables. Es un grito disfrazado de novela.
Nuestra Señora de París es una obra que exige paciencia y entrega. No corre, se eleva. No simplifica, resuena. Y en esta edición de Cátedra, ese eco se amplifica con contexto, con claves de lectura, con el respeto que merece un texto que no ha envejecido, sino que sigue mirando —desde sus torres— el vértigo del presente.
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