Quién mató a Bambi es una novela que se sumerge en el lodo espeso del privilegio, el silencio cómplice y la violencia soterrada bajo la superficie pulida de una comunidad acomodada. Monika Fagerholm no ofrece una historia lineal ni complaciente; construye, en cambio, una experiencia literaria que se siente como un eco persistente, una cicatriz que no deja de doler.
El punto de partida —una violación colectiva cometida por chicos de “buena familia”— no es tratado como un mero hecho policial, sino como una grieta moral que desgarra todo lo que toca. Lo que sigue no es una búsqueda de justicia, sino una exploración lenta y perturbadora de las dinámicas que hacen posible lo imperdonable: el encubrimiento, el miedo, la necesidad de seguir aparentando que nada pasó.
Fagerholm narra con un estilo que mezcla el lirismo con la repetición obsesiva, como si quisiera grabar ciertas frases y sensaciones a fuego en la mente del lector. Los saltos temporales, los fragmentos, las idas y vueltas son parte esencial de una estructura que refleja la confusión, el trauma y la falta de respuestas claras. No es una lectura fácil, pero sí profundamente inmersiva.
Los personajes —principalmente femeninos— no se definen por lo que dicen, sino por lo que callan. La novela habla mucho de las heridas invisibles, de las consecuencias que se heredan y se transmiten como un legado maldito. El título, aparentemente inocente, encierra una pregunta siniestra: ¿Quién destruye la inocencia, y por qué todos miran hacia otro lado?
Quién mató a Bambi no busca redención ni moralejas. Es una obra que pone el dedo en la llaga y deja que el lector sienta la incomodidad de mirar sin filtros una verdad que suele esconderse detrás de muros de respeto, tradición y dinero. Brutal, poética y profundamente política, es una novela que sacude, incomoda y deja una marca difícil de borrar.
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